Esta mañana, mientras me desperezaba, he descubierto la marca de una mano enorme en mi cintura, como una de esas señales que dejan las pegatinas cuando las arrancas de una carpeta vieja. Después de un rato observándola, esa parcela de mi piel se me ha antojado la más tersa, la más clara, la más deseable. En comparación con ella, el resto de mi cuerpo me parece igual de cuarteado que esta alma que llora cocodrilos de cristal. Sin tus caricias soy un vestido viejo, una chaqueta de coderas desgastadas, un abrigo de madre de posguerra. Tus huellas dactilares me hacen falta para seguir el camino que me llevará al lugar donde siempre quise estar y cuyo nombre desconozco. Igual que un obispo onanista, me paso el día besándome el anillo que me regalaste, absurda baratija transformada en joya de la corona de una soberana rota, capaz de entregar su reino al primer delincuente que, a cambio, le prometa el roce de uno solo de tus dedos.
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Ana Muñoz de la Torre (La orgía perpetua)
Ana Muñoz de la Torre (La orgía perpetua)